miércoles, 2 de noviembre de 2016

Entierro de mi alma en mi cuerpo

Hoy es día de entierro en el cementerio. No acude nadie. Es un día de frío y con niebla, como a mí me gustan. El sepulturero dejó abierto el ataúd, y los cuervos se acercan con curiosidad. Mi cuerpo, herido, sangrante, deshecho y masacrado, parece que va a ser el menú de hoy.

Observo mi cuerpo desde un árbol. Nunca me gustó. Nunca me gustará. Me incorporo para marcharme, pero entonces aparece una sombra que se acerca con paso tranquilo al féretro. ¿Una sombra? No, son dos. Una es alta, esbelta, con pelo largo. La otra es más bien bajita, de pelo corto revuelto, con las manos en los bolsillos. Reconozco esas figuras. Así que han venido. Lanzan un cuchillo hacia mi cuerpo y se clava en mi estómago (jamás apuntarían a mi corazón, lo han cosido demasiadas veces). Se quedan de pie frente al ataúd, sin decir nada. Se dan la mano, me miran, se miran y desaparecen.

Ahí estás; tú también has venido. Pero no miras al ataúd; me miras a mí. Te deslizas con suavidad, pero veloz, por el cementerio hasta llegar al árbol, junto a mí. Extiendes tus manos empapadas en sangre y me ofreces algo. Lo miro con curiosidad; es una flor, creo. Nunca había visto una flor así. Es negra, sin tallo, con pétalos largos. Huele a malta tostada. Te miro sin entender, y me devuelves la mirada, vacía, infinita, aterradora. Extiendes uno de tus brazos y me colocas la flor en el pelo, con delicadeza pero sin titubear; es mi flor. Es mi esencia.

Decides quedarte a mi lado hasta que acabe el entierro. Esperamos un rato más, pero nadie aparece. Te fundes con mi sombra para animarme, pero no lo necesito; ya sé que nadie se dio cuenta de que he muerto, de que morí hace demasiado tiempo. Nos acercamos al ataúd. Los cuervos continúan devorando mis entrañas cuando aparece el sepulturero. Empieza a enterrarme sin demasiado ánimo, como si no le importara (y no le culpo, puesto que lo que está enterrando es un trozo de carne inservible, horrible, mutilado y que albergó un alma triste, deshecha y rota).

Cojo la flor que has dejado en mi pelo, la sostengo con suavidad entre las palmas de las manos. El sepulturero ha terminado; ya no se ve el ataúd. Los cuervos se quedan rodeando la tierra removida, como en señal de duelo; su comida ha desaparecido. Doy un par de pasos al frente y me arrodillo. Los negros pájaros me miran mientras dejo la flor en el lugar donde se supone que estaría mi corazón. Te adelantas tú también y dejas una bala en el lugar donde estaría mi cabeza.


Te fundes en mi sombra y yo me fundo en la niebla. Ha acabado. El silencio ocupa el lugar. Ya no quedan ni los pájaros, ni el frío, ni el vacío. Ahora tan solo queda un ligero aroma a malta en lo que había sido el entierro de mi alma en mi cuerpo. 

lunes, 10 de octubre de 2016

Pero olía a queroseno

Hoy parecía que alguien había pintado el cielo con pincelada suelta, pero olía a queroseno.
El mismo queroseno que alimenta las llamas que quema nuestros sueños.
El mismo queroseno que alimenta las llamas que quema nuestros cuerpos en una ciudad sin nombre (pero sí con dueño)
Tengo las uñas manchadas de sangre y suciedad, y es que no paro de arañar la jaula que me encierra.

He llegado a arrancarme las alas porque me daba pena que llevaran tanto tiempo paradas.
Arranqué primero las plumas; una a una. Y mis gritos y mi llanto se mezclaban con la agonía que flotaba en la jaula.
Luego, cuando ya no quedaban plumas, arranqué el esqueleto. Arañé, tiré, forcejeé. El dolor y la agonía se mezclaban con el olor a sangre y óxido.

Mi tamaño se reducía cada vez más mientras la jaula se hacía más grande por momentos. Al final me quedé temblando en una esquina de la jaula.
Ya no estaba oscuro; podía ver el cielo.

Hoy parecía que alguien había pintado el cielo con pincelada suelta, pero olía a queroseno.
El mismo queroseno que alimenta las llamas que queman la jaula.
El mismo queroseno que alimenta las llamas que me queman viva.

domingo, 24 de julio de 2016

Sin título

Hoy me da igual todo. Siento que mi cuerpo no es mío; siento que mi cuerpo no me pertenece, siento que nunca me ha pertenecido del todo. Siento que la única manera de que me pertenezca del todo es masacrarlo, cambiarlo, pintarlo de rojo y luego limpiarlo. Pero no puedo hacerlo. No puedo. Siento que no soy válide en ningún lugar. Siento que todo lo que he sentido durante mi vida no ha sido nunca válido, que no es ahora válido, y que nunca lo será.

Ya me da igual todo. Solo quiero hacerme daño, sólo quiero sentir el poder, el control una vez más. Pero no sé si esta vez seré capaz de controlarme. Hace ya tiempo que siento que mi corazón está o demasiado calmado o va demasiado rápido, y no estoy segure de cual de las dos cosas me aterra más.

Tengo ganas de vomitar, pero no puedo hacerlo. Tengo ganas de llorar, pero no puedo hacerlo. Tengo ganas de abrirme en canal, sacar mis tripas, mis órganos, y con ellos expulsar mis miedos, mis temores y mis sentimientos de un cuerpo que nunca ha sido mío.

Me siento sucie todo el tiempo. Me baño y me limpio constantemente. Me expongo al viento agitado cada noche porque siento que me limpia, aunque sólo sea un poco. Siento que no valgo nada, siento que mis sentimientos son inválidos, siento que no debería seguir aquí.

Echo de menos ver sangre; echo de menos ver mi sangre. Echo de menos sentir el control. Echo de menos destrozarme por fuera porque por dentro ya no puedo destrozarme más. Siento ganas de gritar, pero no puedo. Siento ganas de desgarrarme la garganta, pero no puedo. Siento ganas de morir, pero no puedo hacerlo. El miedo que tengo a la muerte es casi tan grande como el que le tengo a la vida.

No quiero salir de mi habitación, es el único lugar en el que me siento más o menos tranquile, en paz. Si salgo, tiene que ser sin nadie más. Si salgo con gente me agobio, siento que me juzgan, siento que juzgan mis sentimientos, que juzgan mi cuerpo; un cuerpo que nunca ha sido mío.

Me destrozo las manos cuando los nervios se apoderan de mí. Me destrozo las piernas a puñetazos cuando siento que mi cuerpo no es mío. Me destrozo, en definitiva, cuando siento que estoy fuera de mí. Y eso, el estar fuera de mí, es algo que me sucede todo el tiempo.


Siento que no siento. Siento que todo es irreal, que haga lo que haga, no lo hago por mí. Siento que todo está desconectado, y que yo estoy desconectade del mundo y de la realidad (si es que hubiera alguna). Me siento tan desconectade del mundo como lo estoy de mi cuerpo; y eso, si has llegado hasta aquí, ya sabrás que es mucho. 

viernes, 17 de junio de 2016

Entre nuestros cuerpos

Se despertó a las tres de la mañana por una horrible pesadilla. En ella corría y corría de manera desesperada detrás de algo que le era imposible alcanzar. No recordaba qué era exactamente aquello tras lo que corría, pero podía imaginarlo. Descorrió las cortinas, abrió la ventana, se puso la manta sobre los hombros y dejó que el frío viento de noviembre entrara y limpiara la habitación.

La luna estaba en cuarto creciente y brillaba de manera excepcional. Era una noche clara, contraria al resto de noches de la semana en la cual no había parado de llover. Aquella noche olía a humedad y a otoño. Olía a frío y a echar de menos su presencia. Empezó a hablar a la noche en susurros, y ya nada pudo parar sus sentimientos.

“Eh, te echo de menos. La cama está bien, puedo dormir sin demasiados problemas, pero sería genial tenerte aquí de vez en cuando. Lavé las sábanas cientos de veces, pero tu esencia aún flota en el ambiente. No puedo parar de quererte. Lo siento. O no. No lo sé. De verdad que no sé qué es lo que hubieras querido exactamente.

Hoy limpiando me encontré con tu libro favorito, aquel que dije miles de veces que leería y nunca lo hice; hoy lo he empezado. Al abrirlo ha caído al suelo una pequeña postal que tenía como foto una estampa de Irlanda. Así que resulta que eras una de esas personas que guardaban recuerdos en libros… Nunca llegué a conocerte del todo, y está claro que nunca llegaré a hacerlo. Pero no me importa; te quiero igual.

Uno de mis recuerdos favoritos contigo es el dormirme sin querer entre tus brazos. Tu piel era increíblemente suave, pero tu cuerpo era también muy muy delgado. Me daba miedo romperte; incluso con una mirada.

La única vez que te pregunté por qué me querías, fue la vez que me hizo darme cuenta de que de verdad te quería. Esperaba que respondieras algo típico como mis gustos, mi forma de ser, mi sonrisa, mis pasiones… Pero tú no eras así; no eras la típica persona que respondía ese tipo de cosas. Recuerdo que me apretaste contra tu pecho, me acariciaste el pelo y me dijiste “Siento que contigo he creado una galaxia. Cientos de miles de soles y estrellas. Los planetas se esparcen en el espacio que dejamos entre nuestros cuerpos… Y quiero explorarlos todos”. Me abrazaste más fuerte aún. Yo intenté decir algo, pero no pude. Aún así, creo que sentiste el calor de mis lágrimas en tu pecho.


Soy feliz, ¿sabes? Te echo de menos, pero soy feliz. No sé donde estarás, o si estarás siquiera en algún lugar. Ni siquiera sé si eres ahora mismo. Pero me da igual. Yo te quiero. Y, aunque jamás llegué a decírtelo, yo también sentía esos planetas. Aún los siento.”

martes, 10 de mayo de 2016

Keith

La muerte de Keith Moon, persona con la que ni siquiera coincidí en el tiempo ya que murió como 20 años antes de que yo naciera, ha estado muy presente en mi vida desde que empecé a escuchar a The Who. Pero para hablar de su muerte y de cómo me afectó cuando supe que jamás le conocería, primero tengo que hablar de por qué esta persona tan lejana en todos los sentidos para mí me afecta tanto. Esto es para ti, Keith. Esto para ti y para mí. Es para ti porque jamás podré agradecerte lo suficiente tu música. Y es para mí porque sé que jamás superaré tu muerte, y esta es mi manera de recordarme lo importante que eres para mí.

En primer lugar, creo que fuiste la primera persona con la que sentí una conexión diferente. Y con diferente me refiero que fue una conexión en la que no fue necesario el conocerse, el verse, el tocarse, el mirarse a los ojos, ni siquiera el leer tu biografía o mirar una foto tuya. Simplemente necesité una canción en la que el sonido de tu batería retumbara por toda mi cabeza durante tiempo después de que la canción hubiera terminado.

Tu batería me hacía sentir. Punto. Y eso es algo muy importante para mí porque desde pequeña no sentía demasiado, ocultaba lo poco que sentía hasta que un día, simplemente, dejé de sentir. Pero eso es otro tema. No recuerdo la primera vez, sin embargo, que escuché una canción de The Who, ya que debía tener unos tres años. Sin embargo, sí que recuerdo la primera vez que vi CSI y que sonó Who Are You. Me tocó el alma (aún sin saber qué decía la canción), me acariciaron las notas y quise bailar. Me sonaba familiar, pero nunca pensé en ello demasiado. Esa vez fue la primera vez que sentí una conexión con algo tan intangible como el ritmo de una batería. Tu batería.

Cuando volví a escuchar rock, con unos 15 años, The Who fue de lo primero que escuché. La música volvía a sonarme familiar, y tu betería volvía a hacerme sentir. Pasó poco tiempo hasta que decidí buscar quienes eran aquellos muchachos que me hacían sentir tanto. En primer lugar, como no, estaba Pete, y fue el primero sobre quién leí; aquel narigudo de ojos azules que lo hacía todo en el grupo. Después busqué información sobre Roger, el mod de pelo rizado y voz potente que en cada concierto hacía girar el micrófono como si fuera un molino. En tercer lugar leí sobre John, aquel bajista de dedos divinos que conseguía que el bajo adquiriera un nuevo significado. Y por último leí sobre ti, Keith. Si te preguntas por qué fuiste el último la respuesta es fácil: la batería es el instrumento que más me hace sentir, así que quería terminar el banquete de información con buen sabor de boca.

Leí todas las páginas habidas y por haber sobre ti. Consumía información sobre tu vida como si no hubiera un mañana. Y todas las páginas coincidían: eras Moon the Loon, Moon el lunático. Moon el alocado. Moon el extravagante. Moon el siempre joven. Moon el explosivo. Moon el cariñoso. Eras, simplemente, tú. Todas las páginas señalaban tu manera inquieta de tocar; todas remarcaban tus ganas de romper y hacer explotar cosas; todas resaltaban tu lado bromista y, a la vez, cariñoso. Muchas de ellas te ensalzaban como “el alma del rock”. Y puede que así fuera... Bueno, rectifico: y así ES. Eres el tópico del rockero que desfasa porque fuiste el pionero en eso: el rock salvaje, el destrozar los instrumentos, el siempre joven… Y, por desgracia, también cumplías con el tópico de los excesos.

Tu relación con el alcohol y las drogas jamás fueron un secreto. No le echaré la culpa de tu muerte al alcohol y a las drogas, pero tampoco a ti. Porque sé, al igual que lo sabe mucha gente, que estabas enfermo. Los que te conocían dijeron que tenías un trastorno límite de la personalidad, pero no bucearon más en el asunto. También decían que tenías constantes pesadillas, y que no creías que debieras estar vivo. Esto mezclado con el alcohol era algo fatal; cuestión de tiempo.

Tampoco te voy a defender como persona. Eras animado, alegre y cariñoso cuando estabas bien. Cuando no, insultabas, pegabas y te ponías hecho una fiera con todo el mundo. O eso dicen. Jamás sabré si esto era causa de tu enfermedad o simplemente eras un capullo integral.

Cuando miro fotografías tuyas a lo largo de los años, siempre pienso que, si no hubieras muerto el día que lo hiciste, tampoco habrías tardado demasiado. Se te veía desmejorado e incluso algo decaído (lo cual era inusual en ti). Moriste de sobredosis por unos tranquilizantes. Seis te mataron, y otros veinte se quedaron sin disolver en tu estómago. Créeme cuando digo que siempre he pensado que tú sabías que más de cinco pastillas eran suficientes para morir. Créeme cuando te digo que pienso que te suicidaste. Créeme cuanto te digo que cada día quiero pensar que no lo hiciste, pero me resulta imposible. Créeme cuando digo que ojalá me equivoque. Pero créeme también cuando pienso que lo hiciste porque ya no podías más.

El “Not to be taken away” siempre me estremece. Siempre me hace preguntarme si lo sabías. Siempre me hace pensar si sólo tú te dabas cuenta de que la chispa estaba cerca de consumirse y hacer explotar la dinamita. Siempre me preguntaré por qué tan serio en esa portada cuando tu no eras así (al menos frente al resto de seres humanos, y menos delante de una cámara). Siempre me preguntaré si lo sabías.

Esta era una de tus facetas. La otra era la del rockero más salvaje del momento que reventaba retretes en los hoteles en los que dormía. La otra cara que mostrabas era la del muchacho que se disfrazaba de las cosas más estrafalarias posibles y sacaba de quicio a los presentadores de los programas a los que se te invitaba. Y siempre me preguntaré como puede gustarme tanto una persona que es tan diferente a mí, que se pasaba día y noche de fiesta, que era tan animado, tan cariñoso y alocado. Nunca lo sabré.

A pesar de todo esto, nunca podré dejar de quererte en la manera en que lo hago. Jamás podré dejar de hacerlo porque nadie me ha hecho sentir como tú con tu batería. Quizá es egoísta por mi parte reducirte a un simple batería y olvidarme del resto de ti; quizá sea estúpido hacerlo. Pero es que de verdad que me hiciste y haces sentir cosas indescriptibles.

Sin embargo, por lo que te querré siempre, por lo que siempre me sentiré en deuda contigo es por tu música. Esa música que me hace sentir. Esa música incomparable. Nadie jamás te igualará como músico desde mi punto de vista ya que nadie conseguirá hacerme sentir como tú. Siempre te admiraré por todas y cada una de las notas de tu batería. Siempre estarás presente en mi vida, porque aunque no lo sepas, aunque jamás llegues a saberlo, tu música ha hecho más por mí de lo que ha hecho nadie. Tu música llena de energía me hacía sentir imparable cuando no podía ni moverme de la cama. Tu manera alocada de tocar me hacía sonreír cuando llevaba horas llorando.

Hoy no es tu cumpleaños, ni tampoco la fecha de tu muerte. Hoy no se conmemora ningún lanzamiento de ningún disco. Tampoco es el día en el que dejaste el colegio, ni el que te compraste tu primera batería. No es el día que nació tu hija, ni es el día del último concierto que diste. Debería ser, por tanto, un día más. Pero para mí es un día más que no estás, lo que me recuerda que jamás podré agradecerte todo lo que has hecho por mí. Debería ser un día más, pero no lo es. Hoy es el día que tu muerte me ha golpeado más fuerte que nunca. Hoy es el día que tu muerte me ha explotado más fuerte en la cara que nunca.


Esto es para ti, Keith.
Esto es para ti y para mí.
Para recordarte a ti, y para recordarme que siempre estarás presente.
Esto es para ti, Keith.

Esto es para ti porque hoy es el día que más te echo de menos.


domingo, 17 de abril de 2016

Incongruencias

Quizá a esto se le puede llamar un prólogo. Y es que veía necesaria una pequeña explicación a este texto. Lo acabo de escribir y no lo he leído cuando he terminado. Me da igual. No he revisado ni siquiera si hay faltas de ortografías. Me parece un texto mágico porque representa cómo me hace sentir y lo que pienso (sólo un poquito) tras escuchar una canción en un idioma que no conozco y leer la traducción de su letra hecha por fans en los mismos comentarios del video. Seguramente el texto no tenga sentido, pero me parece mágico y precioso a su manera. Sé que no habrá muchas personas que acaben leyendo esto, pero espero de verdad que aquellas que lo lean sientan un poco. Sentir. Y punto. 


Y supongo que estar agradecida por vivir es algo que debo hacer sin preguntar si quiera. Desde el mismo momento en el que nací se me quitó el libre albedrío. A partir de entonces todo el mundo ha elegido por mí. No hay nada que haya hecho por elección propia. Quizá ni siquiera esté escribiendo esto por elección propia. Por eso me atrae, me interesa, me parece interesante la idea del suicidio. No se puede elegir cuando uno nace, pero quizá en algunos casos sí se puede elegir cuando morir. El problema es el resto. El resto siempre es el problema. Siempre tristes por todo; siempre culpándose por todo; siempre culpando al resto. Como el perro del hortelano. Una de mis canciones favoritas dice “Gracias dios. Gracias de verdad”. Lo bonito de la canción es que siempre lo dice en tono irónico. Y esa frase se me quedó grabada desde la primera vez que escuché la canción. Quizá porque era lo único que entendí la primera vez, quizá porque la segunda leí la letra y todo cobró sentido. Pero esa frase me parece preciosa. De vez en cuando me sorprendo a mí misma canturreando sólo esa parte de la canción “Kamisama arigatou. Hounto ni arigatou”. Una y otra vez. Sólo esa parte. Una y otra vez. Y quizá lo que siempre he necesitado ha sido creer en un dios, en un ente que siempre estuviera ahí, alguien en quien creer, alguien a quien echar la culpa de todo. Mire donde mire todo está vacío. No hay ningún dios a quien darle las gracias. No hay ningún dios a quien echar las culpas. Lo más bonito es una cuidad de noche. Tranquila. Sin nadie. Por suerte aún no he manchado ninguna noche así con mi presencia; pero tengo ganas de hacerlo. Cada día es más vacío que el anterior, quizá porque cada día el mundo está un poquito más muerto que el anterior. No hay ningún dios a quien echar la culpa de esto. No hay ningún dios a quien agradecer esto. No hay ningún dios que pueda explicarme el por qué. “¿El por qué de qué exactamente?” pienso automáticamente. “El por qué. Y punto” me respondo enseguida. Pues entonces me toca a mí buscar el por qué. Aunque seguramente muera en el intento. Aunque seguramente pierda las ganas. Aunque seguramente ya mañana me de igual.



神様ありがとう

ほんとにありがとう

miércoles, 24 de febrero de 2016

Autobus I

Hoy el autobus iba lleno; no cabía nadie más. A penas podía moverme y tuve que poner la mochila a mis pies para no agobiarme tanto. La música en mis auriculares estaba lo más alta posible y no escuchaba nada más allá de las notas musicales que se colaban por mis orejas. Estaba completamente aislada del mundo; encerrada y callada. En el trayecto solamente he levantado una vez la vista, y creo que ha sido lo mejor que he hecho en mucho tiempo. Ha sido lo mejor porque he podido ver cómo era. Lo primero en lo que me he fijado ha sido su blanca, blanca piel en contraste con el corto pelo negro que tapaba sus orejas. Sus ojos de rasgos asiáticos combinaban con su pequeña y chata nariz. Debía tener unos diecinueve años, pero aún había marcas de acné adolescente en su rostro. Ni sonreía ni adoptaba una actitud seria, pero algo en su forma de estar me daba a entender que estaba alegre.

Todo esto en nada más que un par de segundos. He observado cómo era hasta que he visto de reojo que se giraba para mirar en mi dirección. Ha sido entonces cuando he bajado la mirada y cuando me he fijado en su sudadera negra y en sus anchos pantalones vaqueros. Jugaba con su teléfono dentro del bolsillo de su chaqueta y con la mano que le quedaba libre se recolocaba una y otra vez los auriculares.

Sin embargo nada de esto ha sido lo que más me llamaba la atención sobre su persona; no era su blanca piel, ni su oscuro pelo. Tampoco lo eran sus granos o sus ojos rasgados, ni mucho menos el estilo perfecto con el que portaba la ropa. Lo que me ha enamorado a primera vista ha sido lo que he visto al bajar del todo la mirada otra vez. Lo que de verdad ha hecho que me enamorara ha sido una enorme rozadura que tenía en la zona del tobillo derecho. No he podido parar de mirarla hasta que se ha bajado del bus. No podía parar de pensar en cómo se había hecho la roja herida. No podía para de pensar en las miles de historias que justificarían su cojera al bajar del autobús. No paraba de imaginar situaciones en las que se hacía daño.


Era su rozadura roja y casi sangrante en su tobillo derecho lo que me ha enamorado. Y todo lo demás me era irrelevante.

viernes, 8 de enero de 2016

Finales

Nunca me han gustado los finales, y nunca se me dio bien escribirlos.

Cuando empecé a escribir como a los ocho o nueve años, mi profesora del colegio estaba muy contenta con mis relatos. Decía que mis principios enganchaban, mis desarrollos la mantenían encerrada en el relato y los finales la hacían sonreír. Poco a poco, los principios se iban haciendo más precisos y enrevesados, los desarrollos más calmados y los finales más precipitados.

Entonces, cuando empecé a darme cuenta de que me sentía desengañada con el mundo, los finales empezaron a desaparecer; dejaba los relatos a medias. Nada finalizado, todo en el aire y preguntas sin respuestas. “¿Por qué no continúas esto? Es muy bueno”. Ante esa pregunta sólo podía encogerme de hombros y empezar otra historia.

Recuerdo que cuando tenía unos catorce años, cuando estaba en mi tercer curso de la secundaria, nuestra profesora de lengua y literatura nos pidió que escribiéramos un poema. Empecé varios y continuaba algunos, pero nunca terminé ninguno. Al final, opté por darle un poema que había escrito dos o tres años antes. Gané el primer premio (una edición del nosecuantos aniversario del Quijote).

A partir de entonces, los finales eran ya inexistentes y los desarrollos se quedaban en unos pocos párrafos. Ahora, si  miras mis manuscritos o mis notas sobre relatos, encontrarás cientos de principios, cada uno con un planteamiento, personajes e historias diferentes. Pero jamás encontrarás una continuación; y mucho menos un final.

Hace poco me propuse analizar el por qué de este hecho. No encontré la respuesta, pero sí algunas similitudes con mi propia vida. Nunca ha visto el final de ninguna de las series de mi infancia. Mis amistades siempre terminan igual: conmigo desapareciendo poco a poco de la vida del resto de personas, en silencio, camuflándome con el espacio. Desaparezco como si fuera niebla. El resto de finales de mi vida están borrosos en mi cabeza: mi graduación, la muerte de familiares, el fin de mi inocencia, mi último año de danza... Y así con todo.

No sé qué puede significar todo esto, pero puede que lo mejor sea que deje de escribir principios para que, así, jamás tenga que pensar en un final. Quizá mi vida sea un cúmulo de principios que finalizan antes siquiera de poder desarrollarse. A lo mejor estoy destinada a que mis finales sean silenciosos y oscuros.

Quizá simplemente me da miedo que exista un “final”; quizá el simple término “final” me horroriza y me paraliza. Puede que quiera evitar los finales porque siempre nos los han presentado como algo o muy triste o completamente feliz; nada intermedio.

Puede que esto no sea un final porque mi mente sigue desarrollándose. Mi mente continúa analizando el por qué de todo aquello que me rodea.

Esto no es un final, pero tampoco un desarrollo; y mucho menos, un principio.