Hoy es día de entierro en el cementerio. No acude nadie. Es un día de frío y con niebla, como a
mí me gustan. El sepulturero dejó abierto el ataúd, y los cuervos se acercan
con curiosidad. Mi cuerpo, herido, sangrante, deshecho y masacrado, parece que
va a ser el menú de hoy.
Observo
mi cuerpo desde un árbol. Nunca me gustó. Nunca me gustará. Me incorporo para
marcharme, pero entonces aparece una sombra que se acerca con paso tranquilo al
féretro. ¿Una sombra? No, son dos. Una es alta, esbelta, con pelo largo. La
otra es más bien bajita, de pelo corto revuelto, con las manos en los
bolsillos. Reconozco esas figuras. Así que han venido. Lanzan un cuchillo hacia
mi cuerpo y se clava en mi estómago (jamás apuntarían a mi corazón, lo han
cosido demasiadas veces). Se quedan de pie frente al ataúd, sin decir nada. Se
dan la mano, me miran, se miran y desaparecen.
Ahí
estás; tú también has venido. Pero no miras al ataúd; me miras a mí. Te
deslizas con suavidad, pero veloz, por el cementerio hasta llegar al árbol,
junto a mí. Extiendes tus manos empapadas en sangre y me ofreces algo. Lo miro
con curiosidad; es una flor, creo. Nunca había visto una flor así. Es negra,
sin tallo, con pétalos largos. Huele a malta tostada. Te miro sin entender, y
me devuelves la mirada, vacía, infinita, aterradora. Extiendes uno de tus
brazos y me colocas la flor en el pelo, con delicadeza pero sin titubear; es mi
flor. Es mi esencia.
Decides
quedarte a mi lado hasta que acabe el entierro. Esperamos un rato más, pero
nadie aparece. Te fundes con mi sombra para animarme, pero no lo necesito; ya
sé que nadie se dio cuenta de que he muerto, de que morí hace demasiado tiempo.
Nos acercamos al ataúd. Los cuervos continúan devorando mis entrañas cuando
aparece el sepulturero. Empieza a enterrarme sin demasiado ánimo, como si no le
importara (y no le culpo, puesto que lo que está enterrando es un trozo de
carne inservible, horrible, mutilado y que albergó un alma triste, deshecha y rota).
Cojo
la flor que has dejado en mi pelo, la sostengo con suavidad entre las palmas de
las manos. El sepulturero ha terminado; ya no se ve el ataúd. Los cuervos se
quedan rodeando la tierra removida, como en señal de duelo; su comida ha
desaparecido. Doy un par de pasos al frente y me arrodillo. Los negros pájaros
me miran mientras dejo la flor en el lugar donde se supone que estaría mi
corazón. Te adelantas tú también y dejas una bala en el lugar donde estaría mi
cabeza.
Te
fundes en mi sombra y yo me fundo en la niebla. Ha acabado. El silencio ocupa
el lugar. Ya no quedan ni los pájaros, ni el frío, ni el vacío. Ahora tan solo
queda un ligero aroma a malta en lo que había sido el entierro de mi alma en mi
cuerpo.