Con
un nombre perdido, antiguo, en una lengua que ya nadie pronuncia salvo aquellos
que vagan por el cementerio buscando el mejor lugar para el descanso eterno, te
presentas ante mí.
Con
una voz apagada, extinta, silenciosa, pronuncias mi nombre (el real, aquel que
yo elegí, aquel que tú consagraste, y no aquel que me dieron con unas falsas
expectativas sobre mi futuro).
Con
unas manos de ceniza, intangibles, etéreas golpeas mis zonas más débiles, sin
terminar de matarme, pero manteniéndome débil de manera que no pueda
escapar de tu lado.
El
último ataque fue coordinado, y explotaste tu bomba más potente en la zona de
mis costillas, de forma que el corazón quedara dañado, pero no destruido. Y
bombardeaste la zona de mis labios con tus mentiras llenas de odio de manera
que no pudiera volver a hablar de lo bonito que me parece el otoño en el vacío
que es la ciudad.
Los
ojos llenos de esperanzas caídas, de odio contenido, de rabia escondida. Los
labios agrietados reprimen las palabras que la garganta no pudo gritar cuando
todo terminó. Las manos se retuercen, se aprietan, se arañan, se deshacen, se
terminan en el acantilado del dolor contenido.
He
aprendido a hablar con la mirada en un mundo de ciegos. He aprendido a
acariciar con las pestañas en un mundo de gente lejana. He aprendido a caer en
la cama en un mundo de insomnio. He aprendido a no ser yo, a ocultarme en las
sombras en un mundo en el que sólo hay luz.