viernes, 8 de enero de 2016

Finales

Nunca me han gustado los finales, y nunca se me dio bien escribirlos.

Cuando empecé a escribir como a los ocho o nueve años, mi profesora del colegio estaba muy contenta con mis relatos. Decía que mis principios enganchaban, mis desarrollos la mantenían encerrada en el relato y los finales la hacían sonreír. Poco a poco, los principios se iban haciendo más precisos y enrevesados, los desarrollos más calmados y los finales más precipitados.

Entonces, cuando empecé a darme cuenta de que me sentía desengañada con el mundo, los finales empezaron a desaparecer; dejaba los relatos a medias. Nada finalizado, todo en el aire y preguntas sin respuestas. “¿Por qué no continúas esto? Es muy bueno”. Ante esa pregunta sólo podía encogerme de hombros y empezar otra historia.

Recuerdo que cuando tenía unos catorce años, cuando estaba en mi tercer curso de la secundaria, nuestra profesora de lengua y literatura nos pidió que escribiéramos un poema. Empecé varios y continuaba algunos, pero nunca terminé ninguno. Al final, opté por darle un poema que había escrito dos o tres años antes. Gané el primer premio (una edición del nosecuantos aniversario del Quijote).

A partir de entonces, los finales eran ya inexistentes y los desarrollos se quedaban en unos pocos párrafos. Ahora, si  miras mis manuscritos o mis notas sobre relatos, encontrarás cientos de principios, cada uno con un planteamiento, personajes e historias diferentes. Pero jamás encontrarás una continuación; y mucho menos un final.

Hace poco me propuse analizar el por qué de este hecho. No encontré la respuesta, pero sí algunas similitudes con mi propia vida. Nunca ha visto el final de ninguna de las series de mi infancia. Mis amistades siempre terminan igual: conmigo desapareciendo poco a poco de la vida del resto de personas, en silencio, camuflándome con el espacio. Desaparezco como si fuera niebla. El resto de finales de mi vida están borrosos en mi cabeza: mi graduación, la muerte de familiares, el fin de mi inocencia, mi último año de danza... Y así con todo.

No sé qué puede significar todo esto, pero puede que lo mejor sea que deje de escribir principios para que, así, jamás tenga que pensar en un final. Quizá mi vida sea un cúmulo de principios que finalizan antes siquiera de poder desarrollarse. A lo mejor estoy destinada a que mis finales sean silenciosos y oscuros.

Quizá simplemente me da miedo que exista un “final”; quizá el simple término “final” me horroriza y me paraliza. Puede que quiera evitar los finales porque siempre nos los han presentado como algo o muy triste o completamente feliz; nada intermedio.

Puede que esto no sea un final porque mi mente sigue desarrollándose. Mi mente continúa analizando el por qué de todo aquello que me rodea.

Esto no es un final, pero tampoco un desarrollo; y mucho menos, un principio.