Nunca
me han gustado los finales, y nunca se me dio bien escribirlos.
Cuando
empecé a escribir como a los ocho o nueve años, mi profesora del colegio estaba
muy contenta con mis relatos. Decía que mis principios enganchaban, mis
desarrollos la mantenían encerrada en el relato y los finales la hacían
sonreír. Poco a poco, los principios se iban haciendo más precisos y
enrevesados, los desarrollos más calmados y los finales más precipitados.
Entonces,
cuando empecé a darme cuenta de que me sentía desengañada con el mundo, los
finales empezaron a desaparecer; dejaba los relatos a medias. Nada finalizado,
todo en el aire y preguntas sin respuestas. “¿Por qué no continúas esto? Es muy
bueno”. Ante esa pregunta sólo podía encogerme de hombros y empezar otra
historia.
Recuerdo
que cuando tenía unos catorce años, cuando estaba en mi tercer curso de la
secundaria, nuestra profesora de lengua y literatura nos pidió que
escribiéramos un poema. Empecé varios y continuaba algunos, pero nunca terminé
ninguno. Al final, opté por darle un poema que había escrito dos o tres años
antes. Gané el primer premio (una edición del nosecuantos aniversario del
Quijote).
A
partir de entonces, los finales eran ya inexistentes y los desarrollos se
quedaban en unos pocos párrafos. Ahora, si
miras mis manuscritos o mis notas sobre relatos, encontrarás cientos de
principios, cada uno con un planteamiento, personajes e historias diferentes.
Pero jamás encontrarás una continuación; y mucho menos un final.
Hace
poco me propuse analizar el por qué de este hecho. No encontré la respuesta,
pero sí algunas similitudes con mi propia vida. Nunca ha visto el final de
ninguna de las series de mi infancia. Mis amistades siempre terminan igual:
conmigo desapareciendo poco a poco de la vida del resto de personas, en
silencio, camuflándome con el espacio. Desaparezco como si fuera niebla. El
resto de finales de mi vida están borrosos en mi cabeza: mi graduación, la
muerte de familiares, el fin de mi inocencia, mi último año de danza... Y así
con todo.
No sé
qué puede significar todo esto, pero puede que lo mejor sea que deje de
escribir principios para que, así, jamás tenga que pensar en un final. Quizá mi
vida sea un cúmulo de principios que finalizan antes siquiera de poder
desarrollarse. A lo mejor estoy destinada a que mis finales sean silenciosos y
oscuros.
Quizá
simplemente me da miedo que exista un “final”; quizá el simple término “final”
me horroriza y me paraliza. Puede que quiera evitar los finales porque siempre
nos los han presentado como algo o muy triste o completamente feliz; nada
intermedio.
Puede
que esto no sea un final porque mi mente sigue desarrollándose. Mi mente
continúa analizando el por qué de todo aquello que me rodea.