Había
una pirámide en un lado de mi habitación. Era una pirámide pequeña, de madera,
con distintos tonos marrones. Se deshacía y había que montarla. Tardé horas y
horas en montarla bien. Era bonita. Me gustaba. Se notaban perfectamente los
lugares donde encajaban las piezas. Me gustaba. Y creo que me gustaba porque la
había montado yo; durante varias horas fuimos sólo yo y la pirámide. Y me
gustaba. Y nunca más la deshice ni la volví a montar.
Un
día abrí la ventana de mi habitación. Hacía viento, y yo tenía calor, así que
abrí la ventana. Cra-cra sonaba en mi
cabeza. Cra-cra No lo hagas, decía
algo dentro de mí. Pero tengo calor. Lo
quiero, respondí inmediatamente. Cra-cra
No. Mejor quítate la camiseta, y deja la ventana cerrada, respondía la voz
de mi cabeza. Quiero aire, respondí de
forma tajante. Cra-cra Recuerda la última
vez. Con la voz temblorosa respondí Me
da igual. Lo quiero. Lo necesito. Hubo silencio mientras abría la ventana. Adelante pues. Cra-cra. Y no volvió a
sonar nada más.
El
viento entró e inundó la habitación. Era un viento fuerte, pero no huracanado.
Era un viento fresco que inundaba mis pulmones y me hacía sentir como nueva, me
llenaba de una fuerza que pensaba que no tenía. El viento descolocó mi
pirámide. No hubo cra-cra, pues instantáneamente el viento volvió a soplar y colocó de nuevo las piezas para formar la pirámide. Una y otra vez entraba el viento en la habitación,
deshaciendo y rehaciendo la pirámide a su antojo, al mismo tiempo que, poco a
poco, iba desplazándola hacia el centro de la habitación.
Me
gustaba el viento. Me gustaba la pirámide. Me gustaba todo.
Sof-sof. Hacía días que no soplaba ni una brizna de aire. Sof-sof. Me sofocaba. Me tumbé en la
cama, a esperar. Sof-sof. Ahora hasta
me costaba respirar. Miré por la ventana. Sof-sof.
Notaba el verano acercándose cada vez más. Sof-Sof. Ven, por favor, gemía una y otra vez
con dificultad.
Y
volvió. Y deshizo la pirámide. Y no la hizo de nuevo. Y luego volvió a irse.
Cra-cra Te lo dije. Miraba en silencio por la ventana, esperando la más
mínima corriente de aire, aunque sabía que, a esas alturas, ya nunca más
llegaría. Cra-cra Cierra la ventana.
La pirámide yacía deshecha, destrozada, con todas las piezas descolocadas por
el centro de la habitación. Sof-sof.
Con dificultad me incorporé y miré por la ventana. Cra-cra Sof-sof Cra-cra Sof-sof
En
silencio cerré la ventana (aunque no del todo, no me atreví), miré las piezas
de la pirámide con tristeza, Nadie la
hará, nadie la tocará, nadie sabrá que existe. Nunca más. Entonces me
quité la camiseta, me tumbé en la cama y esperé a que la pirámide despareciera.
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