Las manos temblorosas, y
cubiertas de tinta y sangre.
La boca seca, y sabe a
óxido y a vacío.
Los ojos llenos de
tristeza y de gris.
La cabeza dando vueltas y
no sabe cuándo parar.
Entonces lo hago. Cierro
los ojos e intento respirar. Me acaricio el pelo, toco mis párpados y llego
hasta los labios. Sangre por dentro y por fuera. Todo son heridas. No dejo que
eso me distraiga y continúo bajando; la barbilla, el cuello y las clavículas;
demasiado frágil, demasiado amoratado. No tardo en pasar la mano por el
esternón, huyendo de mi propia anatomía. Llego al estómago: está áspero;
heridas por dentro y por fuera. Me acaricio en un intento desesperado por
encontrarme en un cuerpo que hace tiempo que se convirtió en un laberinto sin
salida para mi cabeza perdida. Pequeñas rayas que forman un nombre-o eso quiero
creer, pues al final no son más que letras desperdigadas sin ningún sentido; o
aún peor, ni siquiera llegan a eso, ahora son sólo odio hecho de tinta y de
sangre. Me encuentro. O eso creo. ¿Me encuentro? No. Sólo me veo. Me veo
corriendo, huyendo de mí. No puedo alcanzarme, no puedo tocarme, ni siquiera
puedo rozarme. Sigo perdida y me dejo caer. Y entonces lo hago. Abro los ojos.
Y sigo perdida.
He llorado sin saberlo,
pero los ojos siguen grises.
He vuelto a mordisquear
el interior de mi boca y ya no siento los labios.
Y las manos, de nuevo,
llenas de sangre seca y tinta fresca.
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